Capítulo 5: Essaouira – Cabras
levitantes – Agadir – La lección del pastor
El día de hoy se plantea algo
menos estresante; no volveremos a montar en moto hasta después de comer, y
dedicaremos la mañana a visitar Essaouira.
Nuestro hotel está algo retirado del
centro urbano, así que nos hemos acercado dando un plácido paseo por la
deliciosa playa de la bahía, considerada por algunos “la mejor” de Marruecos. Essaouira es un pequeño secreto, un enclave benditamente desconocido para los “tour operadores”, que prefieren llevar sus
rebaños a Casablanca o Marrakesch. También es un santuario del
surf.
Isabel se descalza para sumergir los pies en las heladas aguas
heladas del Atlántico, permanentemente encalmadas gracias al parapeto de la isla de Mogador. Yo me mantengo en seco,
satisfecho con el placer de pasear.
Mientras caminamos, los
expedicionarios van creando pequeños grupos aleatorios; empezamos a conocernos
mejor, y la química establece afinidades. Jorge
es un gran orador, un tipo que medita lo que dice antes de soltarlo de
cualquier manera. Hablamos de negocios, él es un emprendedor con una visión
audaz sobre cómo mover el dinero para que se reproduzca; Javier se une a la conversación, y relativiza los valores
capitalistas en beneficio de la ética y el bien común… Microdebates sobre
macroeconomía, ojalá todos los problemas del mundo se discutieran de esta
manera tan distendida, y si es posible, caminando descalzos por una playa.
Llevamos media hora caminando, y
la ciudad está cada vez más cerca. Observamos murallas eminentemente defensivas
que envuelven un casco urbano de sabor típicamente marinero; vive decididamente
de cara al mar, y el gran puerto pesquero así lo atestigua.
Gatos. Miles de gatos. Nunca he
visto más felinos juntos pululando a su aire, y además, bien alimentados: el
intenso trajín de los pescadores siempre les deja algún “premio” que llevarse a
la boca. Además, son generalmente sociables.
Nos perdemos por las calles. La
medina es patrimonio de la humanidad, y en los pocos comercios que hay abiertos
(la fiesta del cordero alarga su festividad durante toda la semana), decenas de
artesanos ofrecen sus creaciones. Aquí es donde nos hemos empezado a “foguear”
en el arte del regateo. Isabel y yo nos hemos separado del
grupo para mirar tiendas a nuestro aire. Compramos algunas chucherías para familia y amigos, poca cosa teniendo en cuenta que
la moto no da para mucho más. En un puesto ambulante hemos regateado para
conseguir algunos imanes de nevera y otros pequeños chismes étnicos; el chaval
que atendía el negocio también ha aprovechado para ofrecernos hachís.
Javier se une a nosotros; también deambulaba sin rumbo por las
tiendas, y quiere aprender más sobre el arte del regateo. Dice que “le da reparo” ponerse a discutir
precios, yo le digo que esta liturgia es habitual en un país donde incluso la
carrera de un taxi es negociable.
Entramos en una tienda que es
medio comercio, medio galería de arte… Nos quedamos encantados con el colorido
de los cuadros, creados por un artista local. ¿Podríamos llevarnos un par de
ellos? Tal vez un par de los más pequeños… Le tanteamos con un precio
alternativo, no sabemos si el vendedor se ofenderá por regatear una obra de arte… ¡Vaya que sí! Al final, tras un
acalorado intercambio de cifras, logramos sacar el lote entero por la mitad del
precio inicial; Javier ha sido el que ha apretado
precios con más saña: “¡Estaba como poseído, quiero más!”,
se exclama. Nosotros nos reímos con ganas: “¡Pareces catalán, con tanto regateo!”,
le respondo yo. El comerciante se ríe con nosotros, la hostilidad por fijar
precios ha quedado atrás, llega la hora de encajar manos: “Llevo a España en el corazón,
vuestro rey y el nuestro son hermanos”, nos dice en una curiosa mezcla
de español, francés e italiano.
Las murallas, con decenas de
cañones apuntando al océano, se presentan pulcras y preparadas para deslumbrar
al visitante; sin embargo, la medina es territorio
comanche, muy encarado para el día a día de los vecinos… Cometemos la
“osadía” de entrar en un mercado local, el caos se mezcla con el buen color de
las frutas y verduras expuestas. Hay puestos de pollos, con los animales vivos
encerrados en pequeños corrales; tú sólo tienes que elegir la “pieza”, y allí
mismo le dan matarile, lo despluman en una siniestra máquina, y te lo entregan
envuelto en papel. Más fresco,
imposible.
En unos lavabos públicos, un
anciano cuida de que “no falte de nada” a cambio de la
voluntad. Teniendo en cuenta que no había jabón, ni toallas, ni por supuesto
papel higiénico (allí la norma es un pequeño grifo y un cubo de agua), la
verdad es que por faltar, faltaba todo… Pero estaban aceptablemente limpios, lo
cual ya era digno de recompensar con alguna moneda.
La medina es decadente como la
mayoría, pero tiene un punto mestizo que la hace singular: entre las ajadas construcciones,
se levantan casas de estilo indiano o europeo, herencia de las diferentes
colonizaciones que se han venido sucediendo aquí desde tiempos de los fenicios,
allá por el siglo V a. C. Jimmy Hendrix
o Frank Zappa, entre otros, vinieron
aquí a buscar inspiración. Orson Welles
filmó en Essaouira parte de su “Othello”, a finales de los años 40.
Tomamos unos tés en la plaza de
Moulay Hassan; un gatito se acerca a nuestro grupo, con tanta confianza que se
sube al regazo de Isabel, y de ahí,
irá saltando de motero en motero. Unos tipos que hay en la mesa contigua se interesan
por nuestra nacionalidad, hablando en un macarrónico español con acento
francés: de dónde venimos, adónde vamos…
nos sugieren algún tipo de “negocio” que no nos queda claro, creo que estaban
sondeando cuáles eran nuestras necesidades, desde el alojamiento, hasta cualquier
cosa relacionada con puterío y drogas.
Más tarde, nos hemos acercado a
comer en alguno de los múltiples chiringuitos marineros que hay junto al puerto.
La especialidad, por supuesto, es el pescado y el marisco.
Después de comer, la mayoría de
nuestros compañeros se han apiñado en dos “petit-taxis” para volver al hotel,
nosotros volveremos a paso ligero, así ayudaremos a digerir el marisco; Javier
y Adolfo se apuntan también a la
caminata. Veinte minutos después, estábamos arrancando las motos… On the road
again!
La carretera N1 se aleja momentáneamente
de la costa. Es una vía de dos carriles, polvorienta y retorcida, en la que se
adelanta cuando se puede, sin tener
en cuenta la señalización. Empezamos a ver grandes extensiones de Argán, un árbol parecido al olivo, y
cuyo cultivo se restringe casi exclusivamente a esta zona. De su fruto se
destila el preciado aceite de Argán, que pasa por tener unas propiedades
tan milagrosas como variadas:
tratamiento del acné, estrías, erupciones cutáneas, y sobre todo, cuidado
estético para mantener la piel suave. También hay una variedad alimenticia.
Las semillas de Argán se recogen
de dos maneras: o bien vareando los frutos, al estilo de las olivas, o bien
permitiendo que las cabras trepen a los árboles, y sean ellas las que se coman
las semillas, que defecan o regurgitan después. Esta última opción, habitual
entre los nativos bereberes, está bastante en desuso: a las señoras
occidentales no les gustaba la elaboración de esa crema que después aplicaban
en sus respectivos cutis. Pero aún quedan agricultores “románticos” que
mantienen la tradición, así que estaremos al tanto por si hay suerte…
…Y la hubo: en un margen de la
carretera, un anciano pastor cuida de una docena de cabras, la mayoría están
subidas en un argán, haciendo un equilibrio que parece casi imposible.
El pastor se alegra un montón de
saludar a este par de astronautas que
acaban de aterrizar en su mundo. Posa encantado para las fotos, incluso pide
hacerse una sobre la moto. No habla nada que no sea árabe, pero el idioma de
los gestos es universal. Se despide de nosotros dándonos un cálido abrazo.
El viento nos está empezando a
agitar seriamente; esto es lo normal durante todo el año, de hecho, toda esta
parte de la costa es un “santuario” para surfers.
En Pointe Imessouane, hay una
explanada para poder regalarnos unas fabulosas vistas panorámicas; aquí
volvemos a alcanzar a nuestro grupo, los teníamos perdidos desde nuestro
encuentro con las cabras levitantes.
Un triciclo “Docker” entra petardeando en la explanada, está decorado con
abalorios de vivos colores, el conductor se apea y enciende un cigarrillo,
sentándose en una repisa; está cerca de mí, y me saluda con un movimiento de
cabeza que le correspondo. No tiene interés en propinas, es simplemente un buen
hombre que pasaba por allí. Está volviendo a Essaouira, en aquel cacharro que dudo sobrepase los cincuenta
kilómetros por hora. Le quedan ciento cincuenta kilómetros. Y dos puertos de
montaña. Y la noche está al caer.
La carretera atraviesa el pequeño
pueblo de Tamri, muy conocido por
los numerosos puestos en los que venden pequeños, pero deliciosos plátanos. Isabel hace acopio de unos cuantos, que
nos comemos casi si fueran golosinas… No hay papeleras a la vista, pero la
solución la tenemos a nuestros pies: el suelo está lleno de basura. “-Me
pone violento hacer esto, es antinatural”, espeta Adolfo, mientras arroja su piel de plátano.
Una muchedumbre se dirige hacia
nosotros, ocupando todo el ancho de la calle. Casi todos son adolescentes,
vienen encabezados por una gran pancarta en la que se lee algo en árabe. En
principio, creemos que es algún tipo de manifestación, pero resulta ser una
especie de pasacalles carnavalesco… Muchos van disfrazados de becerros.
Subimos a las motos para hacer el
último tramo de la etapa. Pocos kilómetros después, hemos entrado en Agadir. Nos paran en un control
policial; Antonio saca su palique
desenfadado, pero el policía que le atiende, un joven de paisano con semblante
pétreo, no está para ligerezas: “-Il parle à la police, parlent seulement
interrogé!”, dice el agente, o sea, que hables cuando yo te lo diga. Al
final, se contenta con el típico “de donde venimos y a dónde vamos”, y nos deja
continuar.
Agadir es una ciudad descaradamente turística, y además,
prácticamente nueva: en 1.960, un terremoto barrió de un plumazo el 95% de las
casas, matando a miles de personas. Fue reconstruida apostando decididamente por
el turismo de playa. Hoy es la ciudad costera con más visitantes. La mala
noticia es que prácticamente no tiene personalidad, “-Es el Torremolinos de
Marruecos”, apunta Antonio, con
todo acierto.
Aparcamos en la puerta de nuestro
hotel, que presenta los estándares de cualquier resort playero. Nuestra habitación tiene unas vistas más que
aceptables al paseo marítimo, las playas, y la montaña; en la ladera de esta
última se puede leer algo en árabe, escrito en letras gigantescas: “-¡Alá,
patria y Rey!”, exclama Isabel,
después consultarlo en Internet. Los tres pilares que dominan todo el país.
Tras descargar las maletas,
vuelvo a bajar a la moto, para hacerle una pequeña revisión. El nivel de aceite
ha bajado un poco, y lo relleno hasta el máximo por pura formalidad; hasta el
momento, está funcionando como un reloj suizo.
Cuando vuelvo a la habitación, ya
se ha hecho de noche. Contactamos con Javier,
quedamos para caminar por el paseo marítimo; es tan impersonal como el de
cualquier ciudad costera española, con la diferencia de que aquí todo el mundo es
magrebí. Pese a la “modernidad” de la ciudad, y su apertura al turismo, muchas
mujeres utilizan hiyab, el velo islámico menos “agresivo” con su
privacidad.
McDonalds, Pizza Hut… El “fast
food” yankee es bienvenido sin rubor. A pocos metros, en un desordenado
aparcamiento público de tierra, una treintena de fieles improvisan una oración
mirando a La Meca.
Unas atracciones de feria
iluminan la noche con colores sincopados. La pista de los autos de choque está
directamente anclada en la playa.
De nuevo en el hotel, nos
reunimos alrededor de una cena-buffet. Mañana, nos despediremos definitivamente
del océano, ha llegado la hora de mascar polvo, del calor aumentado: ponemos
rumbo al interior de Marruecos, y no pararemos hasta el desierto.
Más tarde, ya en la habitación,
me cuesta coger el sueño. En la montaña, continúo viendo el “Alá-Patria-Rey”,
que se ilumina por la noche. Cojo la cámara de fotos, y reviso la cosecha del día… Me detengo ante la
instantánea de las cabras en el argán. Isabel
me ha retratado junto al pastor. Dos personas que representan dos mundos: yo,
con toda la parafernalia motera, abrazándole con pose de camaradería postiza.
Él lleva un sombrero, unos pantalones remangados porque le van demasiado
largos, y unas chancletas ajadas. Se agarra a un cayado, y el rostro, surcado
por mil arrugas, muestra una pose de dignidad.
En ese momento, me invade una
sensación de vergüenza por mi
condición de europeo boyante y sonriente: nos escandalizamos por lo poco que
dura la batería de nuestros smartphones…
y el pastor de la foto sería un tío feliz si alguien le diera un par de
chancletas nuevas.
Kilómetros etapa: 197
Total acumulado: 2.194
Buenas Fotos Manel!!
ResponderEliminarCon esos fondos, imposible que salgan mal... Un abrazo, socio!
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