Una vez más, y como en los viejos
tiempos, he vuelto a mi amado y tan desconocido prepirineo de Huesca…
“¿Viejos tiempos?” ¿Realmente merece
esa expresión lo que pasó hace quince años? En mi imaginario, efectivamente aquella
es una dimensión temporal ya extinguida: otra moto, otro trabajo, otra esposa,
otros amigos… y otra mata de cabello, espesa y morena entonces, canosa e inhóspita
ahora. Pero la filosofía es la misma, ahora mismo tranquilamente apalancado en un mirador frente
a la sierra de Guara, sin nadie con quien compartir mis pensamientos porque
estoy deliberadamente solo. Benditamente solo.
Mi primer viaje en moto a la
sierra de Guara fue en 2003, a lomos de una Aprilia Pegaso monocilíndrica con
un par de alforjas, y estaba descubriendo el placer de ver el mundo sobre dos
ruedas... Inalcanzables las eternas estepas de Mongolia, el Parque natural de la
sierra y los cañones de Guara proporcionaba una impresionante soledad, demografía
ridícula (aún hoy menguante), y falta de alternativas turísticas en una época
en que el turismo rural todavía era considerado una tontuna de “hippies”.
Desde entonces, han sido varias
las veces en que he vuelto a este valor seguro, amable, sostenible: no
reconozco a mi ciudad natal (duplicó su población en una década), y tampoco la
gran urbe vecina que le devoraba la personalidad, pero los pueblos que se
diseminan alrededor de la sierra de Guara son inamovibles al tiempo y a las
modas, por más que muchos de sus habitantes vean en este arrebato romántico urbanita un problemón
de tres pares de narices que les está condenando a la desaparición…
Por ejemplo, la docena de municipios
que se agrupan en el valle de la Guarguera, al norte de la sierra, corredor que
une las comarcas del Alto Gallego y el Sobrarbe a través de la carretera
A-1604: sus 110 vecinos la denominan “la peor de Aragón”, y eso es mucho decir
en una comunidad autónoma plagada de carreteras decrépitas. La peor mantenida,
claro, porque de calidad paisajística va sobrada, circulando durante buena
parte de sus 52 kilómetros en paralelo al río Guarga.
Sin salirse de ella, podrás
recorrer multitud de núcleos con menos habitantes que dedos tienes en las
manos, de arquitectura tosca, medieval, plagada de iglesias románicas. Y despoblados, claro, la migración industrial de los años
70 le dio la puntilla a una zona abundante en pastos y ganado, es decir,
alérgica a la mayoría de jóvenes que se marchaban para buscar un futuro no ya
mejor, sino sencillamente un futuro: institutos y universidades, un cine, vida
social para aparearse… luz y agua corriente… un médico a pocos minutos de
distancia…
Y si la carretera de la Guarguera
es secundaria, cualquier desvío a los núcleos de la sierra es retroceder directamente
ochenta años en el tiempo. El asfalto se convierte en una especie de gravilla
compactada de un ancho que da para coche y medio, y el exiguo tráfico de la
A-1604 se convierte en inexistente. En un pueblo del que no diré el nombre,
sólo queda una familia viviendo. El cementerio está en las afueras, algunos
nichos han sido desalojados, y los oscuros huecos que en su día contuvieron
mortajas te observan como si en cualquier momento pudiera sonar una voz de
ultratumba clamando algún tipo de venganza y, de paso, darte un susto de infarto:
malditos monstruos del subconsciente, no me abandonan desde que, siendo un
crío, se escondían debajo de mi cama y yo tenía que taparme hasta la coronilla
para estar a salvo. Antes de irme, percibo un inconfundible olor a
descomposición, alguien ha arrastrado el cadáver de un perro hasta el recinto
funerario, y lo ha dejado allí tapado con un plástico…
-“¡Basta!” –exclama el lector-,
“¡ya
está bien de truculencias! Háblame del salto del Roldán, las cuevas de Bastarás
o de la Peña Montañesa… Maldita sea, estás a pocos kilómetros de Alquézar, uno
de los pueblos más bonitos de España, ¿y me hablas de un perro muerto cubierto
por un plástico?”
(Me encojo de hombros, ¿qué otra cosa puedo hacer?)
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